Si todo se desarrolla tal y como él mismo ha dispuesto, este nonagenario de ojillos vivarachos será recordado como el multimillonario más generoso de la historia. Cuesta creerlo, pero está dispuesto a donar a la beneficencia el 99% de su inmensa fortuna.

Hace justo 15 años, allá por 2009, dos de los hombres más ricos del planeta –Bill Gates y Warren Buffett– quedaron a cenar en Nueva York, una velada privada y exclusiva que también contó con la presencia de otros millonarios célebres, tales como Oprah Winfrey, David Rockefeller o Michael Bloomberg. A los postres, se trató un tema que inquietaba a los anfitriones desde tiempo atrás: cómo poner en marcha una plataforma de solidaridad conjunta y duradera entre ultra ricos, un proyecto de alto calado que se bautizó con el nombre de The Giving Pledge (algo así como ‘el compromiso de dar’).

Desde entonces, esta organización civil –promovida por la cúspide del capitalismo made in USA– ha ido donando centenares de millones de dólares a diversas causas benéficas, una cruzada filantrópica a la que se han ido sumando, año tras año, nuevos socios multimillonarios (Mark Zuckerberg o Elon Musk serían algunos de los últimos en apuntarse). Sin embargo, el objetivo último de los fundadores de The Giving Pledge era aún más ambicioso. Tanto Gates como Buffett aspiraban a establecer un porcentaje de generosidad estándar entre sus colegas: esto es, donar –al menos– el 50% del patrimonio total a la beneficencia, una idea revolucionaria que podría deslizar de arriba abajo (desde la opulencia del sistema hacia las capas más pobres y desprotegidas de la sociedad) un caudal ingente de casi 500.000 millones de dólares.

Por supuesto, el anuncio causó ilusión y optimismo entre la mayoría, aunque tampoco faltaron peros, críticas y dudas. “¿Por qué iban a ser tan ‘generosos’ los magnates más poderosos de EE UU sin obtener nada a cambio?”, se cuestionó más de un desconfiado. Del mismo modo que algunos sectores políticos censuran en nuestro país las donaciones que Amancio Ortega suele realizar al sistema público de salud (acusándolo de paternalista o de querer ‘tapar’ con sus acciones un sistema económico injusto), los mentores de The Giving Pledge fueron tachados de cierto voluntarismo ‘buenista’; es decir, de proponer un vago brindis al sol que no incluía entre sus compromisos ningún calendario cerrado de donaciones, una lista clara de requisitos o explicaciones de quiénes –y de qué manera– iban a recibir toda esa cantidad enorme de dinero. Una falta de concreción que sonaba más a cuento de hadas que a otra cosa.

Quizá por ello, el siempre insospechado Warren Buffett decidió subir la apuesta, dar un golpe en la mesa y anunciar un compromiso inigualable, fuera ya de cualquier duda o sospecha: tras su muerte –anunció–, donaría el 99% de su fortuna (estimada en 120.000 millones de dólares) a causas solidarias, destinando tan solo el 1% de su patrimonio a la herencia de sus hijos. “Los ricos deberíamos sentarnos un rato y reflexionar seriamente sobre cuántos cientos de millones necesitan en realidad una persona y sus descendientes; y luego, sobre todo, pensar en qué hacer con el resto”, explicaba el propio Buffett, famoso por mantener –a pesar de su riqueza– un estilo de vida más bien austero. “Mis necesidades son muy simples. Las misma cosas sencillas que me hacían feliz a los cuarenta, me siguen haciendo feliz ahora, a los noventa”, afirma.

Si todo se desarrolla tal y como él mismo ha dispuesto, Warren Buffett podría convertirse en el filántropo multimillonario más generoso de todos los tiempos. Y no sólo por su subversiva doctrina del 99%, sino por todo lo que lleva ya donado en vida (se estima que unos 46.000 millones de dólares hasta ahora). Por ejemplo, es costumbre que todos los años, el presidente y director ejecutivo de Berkshire Hathaway reparta –entre diversas organizaciones benéficas– cerca de 2.000 millones de dólares en acciones de su compañía. Casi siempre lo hace a través de la fundación de Bill y Melinda Gates, aunque también mediante organizaciones benéficas creadas en nombre de su esposa (ya fallecida) y de sus tres hijos.

Lo más interesante de la doctrina Buffett es que él mismo se ha comprometido a que la promesa de donar el 99% de su fortuna (que se consumará a modo póstumo) se realizará con luz y taquígrafos, totalmente abierta a escrutinio público. “Tras mi muerte, la disposición de mis activos será un libro abierto, sin fideicomisos ‘imaginativos’ ni entidades opacas. Un testamento transparente que estará disponible para su inspección en el Palacio de Justicia del Condado de Douglas, en Omaha, Nebraska”, afirma.

Los tres hijos de Buffett –Howard, Susan y Peter, que ahora suman entre 65 y 70 años de edad– serán los encargados de ejecutar la última voluntad de su progenitor, al mismo tiempo que ejercerán el papel de fiduciarios nombrados por el fideicomiso benéfico que reciba su fortuna. “Puede que hace algún tiempo mis hijos no estuvieran completamente preparados para esta impresionante responsabilidad”, declaró el propio Buffett hace solo unos meses, “pero sé que ahora sí que lo están”.

El multimillonario cumplirá la respetable cifra de 94 años el próximo 30 de agosto, por lo que es lógico que sienta ya la necesidad de dejarlo todo atado y bien atado. “Me siento bien, pero soy consciente de que estoy jugando ya los últimos minutos de la prórroga”, declaraba con su particular ironía.

A pesar de lo que pueda parecer, el caso de Warren Buffett no es excepcional. Hace poco más de cien años, otro multimillonario norteamericano tomaría, para sorpresa de todos, una decisión muy parecida, dando impulso a una corriente de opinión muy extendida hoy en el inconsciente colectivo del american way of life: todo aquel millonario que se precie de haberse hecho rico en el país de las oportunidades, debería ser agradecido y demostrar cierto espíritu filantrópico, el modo correcto de dar las gracias a la providencia por su fortuna.

La ‘edad dorada’ del capitalismo

En apenas los cincuenta años que componen el ciclo comprendido entre 1850 y 1900, los EE UU experimentarían el periodo de mayor productividad, prosperidad y acumulación material de toda su historia, una auténtica Edad Dorada (o Gilded Age, como aparece referida en los libros de texto) de las finanzas, la banca y los negocios. Si, durante ese tiempo, la población de Norteamérica iba a triplicar su tamaño, su riqueza global se multiplicaría, sin embargo, por trece.

La producción de acero pasó de 13.000 toneladas anuales a más de 11,3 millones y la exportación de productos pesados de todo tipo –tuberías, vías de tren, calderas, vigas, maquinaría o armamento– aumentó desde los 6 millones de dólares hasta los 120 (un 1.000% de crecimiento). La consecuencia fue inaudita: el número de ciudadanos millonarios en EE UU, menos de veinte en 1850, alcanzó la pasmosa cifra de 40.000 afortunados a finales del siglo XIX.

Tras haber acumulado 120.000 millones de dólares –gracias a sus acertadas decisiones a la hora de invertir–, Warren Buffett puede permitirse el lujo de comerse un helado mientras el resto del planeta le observa.

Esta milagrosa edad dorada iba a ser el telón de fondo del nacimiento de las sagas más ilustres de la magnificencia capitalista, una aristocracia sin linaje ni pedigrí de cuna, pero mucho mejor adaptada –desde el punto de vista darwinista– a las exigencias competitivas de los mercados modernos.

Según un informe de 2015 publicado por la revista Forbes, las 15 fortunas más antiguas de los EE UU (las cuales aún se mantienen en la actualidad dentro del ranking de las 200 familias más ricas del país) echaron raíces justo en este preciso momento histórico, germinando así la semilla de las primigenias dinastías norteamericanas, aquellos clanes originales que esculpieran el sagrado símbolo del dólar en sus tablas de piedra fundacionales. Fue en plena Gilded Age cuando los patriarcas de los Vanderbilt, los Morgan, los Frick, los Astor, los Pulitzer, los Scripps, los Haas o los Coors comenzaran a ensanchar el abdomen de sus ingresos hasta alcanzar un volumen hipertrofiado, casi antinatural, un caudal de dinero nunca antes imaginado.

Según diversos cómputos, por ejemplo, John D. Rockefeller podía ganar en aquel tiempo más de 1.000 millones de dólares al año (calculado en dinero actual) y –lo más increíble de todo– no pagaba por ello ni un solo céntimo al estado, ya que el impuesto sobre la renta no comenzaría a hacerse habitual en EE UU hasta 1914.

El extraño caso de Andrew Carnegie

Ningún magnate de los negocios representa mejor este cambio de paradigma que Andrew Carnegie (1835-1919), quien arribara a esa nueva tierra de las oportunidades –llamada América– siendo apenas un chiquillo, de la mano de sus padres emigrantes, procedentes de una empobrecida Escocia. Tras trabajar de joven como gerente en una compañía de ferrocarriles, hizo fortuna en el periodo de reconstrucción nacional que sucedió al final de la Guerra de Secesión entre Norte y Sur (1861-1865) dedicándose al negocio de reemplazar los antiguos puentes de madera –muchos de ellos destruidos a cañonazos durante el conflicto bélico– por otros de hierro. Con los beneficios obtenidos, adquirió varios altos hornos, así como talleres de fundición.

Su mejor inversión, sin embargo, la realizó en 1874, al levantar una pionera planta de acero en Pittsburg, localidad de Pensilvania que acabaría convirtiéndose en el pulmón ardiente de la industria pesada de la nación. Carnegie importó de Europa el avanzado método Bessemer (el primer proceso químico de fabricación que permitía producir en serie lingotes de acero de buena calidad con costes asumibles), un innovador procedimiento que había sido patentado veinte años atrás en la ciudad de Sheffield, al norte de Inglaterra. El tiempo no tardaría en darle la razón, ya que la economía nacional multiplicaría por ocho la demanda de acero en apenas una década, convirtiéndole en uno de los hombres más ricos del país.

A los 65 años, sin embargo, Andrew Carnegie decidió jubilarse por sorpresa y vendió su codiciada participación de la empresa a su socio, Henry Clay Frick, el cual (tras unir fuerzas con el músculo financiero del banquero J. P. Morgan) fundaría la U. S. Steel Corporation, decisiva, fornida e influyente corporación en el devenir industrial del siglo XX estadounidense.

Desligado totalmente de los negocios, el ya ex barón del acero dedicaría el resto de su vida a una de las más nobles ocupaciones que alguien pueda imaginar: la filantropía. A partir de 1901, para desesperación de sus contables, comenzó a donar la mayoría de los 350 millones de dólares que poseía (unos 4.800 millones al cambio actual, según las tablas de equivalencia). Un océano inconmensurable de opulencia que destinó tanto a la creación de bibliotecas públicas, universidades y hospitales como a la financiación de investigaciones científicas (aún hoy, el Carnegie Hall de Nueva York, una de las salas de conciertos con mejor acústica del mundo, recuerda en su nombre su legado).

Carnegie apenas reservó una pequeña parte de su herencia –menos de un 10 %– para su esposa y su única hija. Por ello, la saga que aún lleva su apellido ya no aparece ni de lejos en las envidiadas listas Forbes, maldiciendo tal vez –con cierta mezcla de orgullo e inquina– las palabras que su tatarabuelo pronunció una vez: “El padre que deja a su progenie una enorme riqueza, generalmente adormece su talento y energía”.

Resulta curioso (o simplemente inspirador), pero Warren Buffett comparte con Carnegie esta misma filosofía. Como él, no cree en las dinastías de millonarios sino en la igualdad de oportunidades. En muchas ocasiones ha dado a entender que si sus hijos heredasen todos sus miles de millones, los convertiría en unos apáticos indolentes. La principal diferencia entre ambos es que Buffett ha considerado que dejar un 10% de herencia a su prole sería incluso excesivo, reduciendo el porcentaje hasta un exiguo 1%, unos 1.200 millones de dólares (un buen pellizco en cualquier caso, más que suficiente para vivir con desahogo). Un tipo realmente curioso este Warren Buffet.

De él se cuenta que aún vive en la misma casa –en el centro de Omaha– que adquirió en los años cincuenta (apenas le costó 31.500 dólares), una residencia de tres habitaciones que le aporta todo lo que necesita.

Siendo un niño, Warren Buffett repartía ejemplares de The Washington Post por su vecindario en bicicleta. Con aquellos ahorros infantiles compró su primera acción. Tenía apenas 11 años (aún hoy se lamenta de haber comenzado tan tarde en el negocio de la bolsa). A la hora de invertir, se rige por dos únicos mandamientos. Regla número 1: “No pierdas nunca ni un sólo centavo de tus accionistas”. Regla número 2: “Jamás olvides la regla número 1”.

Miles de inversores de Berkshire Hathaway peregrinan cada año hasta Omaha para asistir a la reunión de la compañía. Warren Buffett no duda en disfrazarse, bailar o cantar canciones con su ukelele para amenizar las sesiones (su interpretación de 2010, imitando a Axl Rose, el cantante de Guns N’ Roses, puede encontrarse fácilmente por YouTube). Es un hombre de gustos sencillos, poco dado a fardar de su dinero (algo que encandila al americano medio). Prefiere el fast food a la alta gastronomía y su bebida preferida es la Cherry Coke. Mientras su edad se lo permitió, condujo su propio coche, sin chófer ni guardaespaldas; y a pesar de ser dueño de la compañía de jets privados más grande y lujosa del mundo, jamás utilizó ninguno.

“Mi padre se dedicaba a las inversiones, así que le cogía los libros que había en su despacho y me ponía a leerlos una y otra vez (si hubiera sido vendedor de zapatos, tal vez yo lo fuese ahora)”, explicaba Warren Buffett a Forbes hace unos años. “Luego empecé a devorar todo lo que había sobre el tema en la biblioteca pública de Omaha, hasta que en la universidad de Nebraska encontré casi por casualidad El inversor inteligente, de Benjamin Graham, la lectura que se convirtió en la mayor influencia inversora de mi vida. Lo leí y releí media docena de veces. Era una filosofía increíblemente sólida, muy bien escrita y fácil de entender. Aún sigo utilizándola hoy en día. Consiste en encontrar un buen negocio (uno que tú seas capaz de comprender por qué es bueno), con una ventaja competitiva duradera, dirigido por personas capaces y honestas, y disponible a un precio que tenga sentido”.

Buffett llegaría incluso a trabajar para su ídolo, en la firma que Benjamin Graham poseía en Nueva York, ciudad a la que emigró con su esposa embarazada de cuatro meses y su primera hija. “Todas las mañanas cogía un tren a Grand Central y me iba a vender valores”. Aprendió tan deprisa que estuvo a punto de aceptar un puesto de socio senior en la compañía. “Me propusieron llevar un fondo de 6 o 7 millones de dólares; uno pequeño, pero bastante importante”. Sin embargo, la nostalgia le pudo y decidió regresar a su ciudad. “Fue una decisión traumática. Tuve la oportunidad de ponerme en la piel de mi héroe. Incluso llamé a mi primer hijo Howard Graham Buffett por mi mentor. Pero necesitaba volver a Omaha”.

De vuelta a casa

Asentado de nuevo en Nebraska, casi por pura casualidad, un grupo de conocidos y parientes le pidieron que gestionara sus ahorros. “No quería hacerlo, así que formé una sociedad y les invité a formar parte de ella. Mi suegro, mi compañero de habitación en la universidad, su madre, mi tía Alice, mi hermana, mi cuñado y mi abogado fueron los primeros en apuntarse. Cada uno debía poner cien dólares. Cenamos en el Omaha Club y me entregaron sus cheques. Ése fue el comienzo de Berkshire Hathaway. Era muy joven entonces, pero no tenía miedo. Estaba haciendo algo que me gustaba mucho… bueno, aún me sigue gustando igual. Como dijo Benjamin Franklin hace mucho mucho tiempo: ‘Cuida tu negocio y tu negocio cuidará de ti”.

Para concluir, Buffett afirma: “Hay una inversión que supera al resto. Invierte en ti mismo. Asume tus puntos débiles y mejóralos. Cuando era joven me aterrorizaba hablar en público. Me apunté a un curso y me cambió la vida. Tenía tanta confianza en mis nuevas capacidades que le propuse matrimonio a mi mujer antes de acabar las clases. También me ayudó a vender acciones. Nadie puede quitarte lo que llevas dentro. Todo el mundo tiene un potencial que aún no ha utilizado. Si pules tu talento, no habrá impuestos ni inflación que puedan arrebatártelo. Lo conservarás el resto de tu vida”.

Autor: Daniel Entrialgo.

Fuente: Forbes.